Si he pedido un café
es porque no quiero tomates.
Miro de reojo a la mosca
que hay sentada a mi lado
con la servilleta atada al cuello.
He pedido un sabor
y no otro; silbo.
No sé en qué parte
de la palabra “café”
se ha podido entender “tomates”.
Mi indignación me lleva
a echarles azúcar
y removerlos melancólicamente.
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