Eché a andar
y andar y andar y pasé una semana, un mes y medio, siete años andando sin otro fin que el de andar y andar y andar. Mientras andaba y
sacrificaba sillas de palabra se me murieron las plantas, claro, se me murieron
los peces, se me murieron las nubes bajas. Se me rompieron las fresas y las dejé para que se las comiera alguien que fuera la primera vez que
veía una fresa rota y no concibiera comérsela y, al hacerlo, no se concibiera sin
haberlo hecho. Siete años estuve andando, no un mes y medio ni una semana, y me
sorprendió cómo habían cambiado en ese tiempo los demás y, entre los demás, yo.
Siete años estuve andando y dedicándome exclusivamente a andar alejada de los vicios
incluido el de la serenidad y, cuando me cansé de andar, quise contar lo que
había visto pero para qué.