Dices que no tienes destreza en las manos, que no
las controlas, que no puedes tenerlas quietas, que te sudan, que te agobian,
que te estorban para vivir. Dices que el mejor sitio para ellas son los
bolsillos. Dices que lo tuyo es el corazón y el cerebro, que ellos son las
manos que te abren todas las puertas. Dices que, si pudieras (si ellas te
dejaran), te las quitarías, así de fácil: te quitarías las manos y se las
echarías de comer a los gatos. Dices que las manos te dominan, que piensan por
sí mismas, que te esperan al final de los brazos para matarte, para dormir en
tu cuello, para sacarte los ojos de la cara, para darles la vuelta a tus
venas... Dices que por la noche se mueven solas y clavan agujas en tu cerebro
para que se te escapen los pensamientos y entre en ti la locura. Dices, dices
en este papel húmedo y manchado, que han sido ellas las que han dispuesto la
cuerda, la silla, el salto y el silencio. Aún así te concedieron tu último
deseo, escribir estas líneas. Dices que dejas la carta en la cómoda. Sin
embargo, yo la encontré en una de tus manos.
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