Hay poemarios que son manojos de llaves, o son sólo sombras de poemarios, o son el césped de madrugada, o son poemarios del traslado, y hay poemarios que son pócimas que funcionan, porque son el puerto y el cementerio, y es que son poemarios sorprendentes, atípicos, entusiasmadores ya desde su título, como es el caso de Las provincias de Benet o vivir en un Chagall (V Premio Internacional de poesía Juan Rejano-Puente Genil, edit. Pre-textos, 2023), de Elías Gorostiaga. Es, por tratar de analizar el libro desde dentro de un reloj, un poemario actual a la vez que sin tiempo.
Por una inmensa mayoría de las páginas de Las provincias de Benet o vivir en un Chagall desfila lo animal cuando es ganado (es decir, cuando los animales son mansos y alimentan a quienes los alimentan), pero si alguien piensa que el ganado es un conjunto de bestias tranquilas, es porque no conoce sus sueños. En un continuo entremezclarse de personajes de diferentes épocas que mantienen con Juan Benet conversaciones imposibles que lo hubieran cambiado todo, recibimos estos versos fluidos, dolientes, turbadores, puntales de la primera parte del libro. En ella se nos muestra la casa, la familia, la velocidad; los otros tiempos, tan otros como estos; el desgarro social: el turismo masificado, la delincuencia, el rap, Hospitalet y otras localidades catalanas (¿o habitaciones?), las clases sociales, la inmigración; y Benet, paseándose tranquilo por un Madrid quién sabe si en otoño. A través de un uso prodigioso de imágenes, la mirada de Gorostiaga se desafía a sí misma como un espejo que transforma lo insignificante en metales pesados (“Alaridos de cobre”, “Una mosca sin padre”, “Las bolsas de plástico, con la voz desgarrada /flotan, como medusas, entre árboles de acacia”, “Torturar y comer lentas cien fresas”). Se divisa aquí a alguien en el Casino, alguien en el Hesperia Tower, alguien en el tejado divisando desde arriba el final del camino: la nada.
En la segunda parte se produce un cambio significativo en el estilo y en la longitud de los textos. Nos aguardan poemas brevísimos entrelazados los unos con los otros (el final de un poema –o una aproximación, o una palabra– es el comienzo del siguiente), poemas ágiles que van pasándose la antorcha que nos ilumina hasta el final del libro, de modo que en ningún momento reina la oscuridad ni la quietud. Se vale aquí Gorostiaga de versos concentrados y dolientes (“Te acercas mordido”). Si eran los rebaños (aunque también los ingleses y los gitanos) los que poblaban las páginas de la primera parte, aquí es el agua uno de los elementos predominantes: la noria, la fuente, los pozos, los patos. Destellos feraces como “Es azul como un adjetivo antiguo”, o “Nadie oye las nubes ni llegar a los búhos”, nos hacen responder esa pregunta que pudiera habernos acompañado en la lectura de estos poemas teniendo presente el título del libro: mientras que Benet aparece en la primera parte, ¿dónde está Blanca Andreu en la segunda? ¿O es que cuando desapareció del mundo literario lo hizo también de los sitios de papel? Nada más lejos de la realidad. Claro que Blanca Andreu está presente en esta segunda parte: el onirismo, lo irracional, lo premonitorio, la melancolía, la emoción… cristales pequeños que configuran su absoluta presencia.
Un apunte final: si acaso pudiera pensarse que Elías Gorostiaga rompe la barrera del tiempo en la página 32
(“El abismo flota como una camisa.
Hinchada, cae a plomo en un instante.
Ya”.)
no es una sospecha, ha ocurrido.