Después
de seguirle durante un buen rato, justo cuando se adentró en el callejón, le
disparé por la espalda. Fumé compulsivamente hasta que dejó, por fin, de gemir
y respirar. Me senté a su lado. Vi que sobresalía de uno de sus bolsillos su
teléfono móvil; comprobé que estaba encendido. No sé por qué –si el mal ya
estaba hecho y por encargo– necesitaba quedarme allí y esperar a que alguien
llamara para preguntarle dónde estaba. Yo resolvería esa llamada comunicando, a
un interlocutor desesperándose, que el hombre por quien preguntaba ya no vivía.
Y entonces podría largarme relativamente en paz y echar el resto de la noche en
algún tugurio. Pasaron muchas horas, muchas ratas, muchas moscas, muchos
borrachos, un taxi con las luces apagadas, los chicos de Max… hasta el viento
pasaba y empezaron a dormírseme las piernas y los ojos. Jugaba al póker conmigo
mismo; me daba las cartas con violencia; me hacía trampas. Me peleé con un
contenedor, me limé las uñas contra el bordillo… nadie llamaba. Llovió. Dejó de
llover. Llovió más fuerte. Dejó de llover más fuerte. Maldita sea, estaba
seguro de que en el instante en que decidiera abandonar el cadáver, fuera cual
fuera ese momento, sonaría el dichoso aparato. Pero tenía que irme, estaba a punto de amanecer y corría el riesgo de ser descubierto. Me marché lentamente agudizando
el oído por si en el transcurso de mi retirada escuchaba el teléfono del muerto,
lo cual hubiera sido señal de que alguien se preocupaba por él. No sonó ni sonaría, y me
impresionó tanto la soledad de aquel desgraciado que no me pareció relevante
que tampoco hubiera sonado el mío en toda la noche.