martes, 26 de octubre de 2010

Tragafuegos

Aquel invierno, el tragafuegos cambió su dieta y se convirtió en tragacorazones. Corazón que oía latir, corazón que apresaba, regaba con una fina salsa de perejil y vino blanco, y se lo zampaba. Nunca dejaba de masticar, porque la carne de corazón tarda horas en digerirse y adquiere una consistencia elástica que se pega a los dientes, en forma de remordimientos. Un día se encontró un corazón congelado en un camino ficticio, un corazón que había sido lava de madreselvas y humo de violín tropical. “¿De quién será este corazón que tiene el tamaño de la tristeza y el sabor de los candados?”, se preguntó, saboreándolo. Se atragantó y tuvo que escupirlo a trozos, directamente hacia la chimenea, dibujando nuevas llamas. Al cabo de un rato el corazón estaba de nuevo entero, ileso, ajeno al fuego. El tragacorazones se palpó el pecho y lo atravesó sin tacto. Estaba hueco. Tenía suficiente espacio para incrustarse aquel corazón huérfano que, sobre la leña y sin tocarla, destilaba sándalo. Se lo puso, y se miró en el espejo: le gustaba cómo le quedaba, le hacía más real y más ligero. Había adoptado, sin darse cuenta, a su propio corazón, que escapó una noche para no ser, al igual que los demás, devorado. Entonces, el tragafuegos que se convirtió en tragacorazones se pasó a tragainviernos, y descubrió que le colgaba una primavera blanca de la bufanda.

5 comentarios:

  1. Precioso, de verdad. Las imágenes danzan.

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  2. gran día, me alegro de encontr-arte , y guard-arte , gracias por tus letras
    cuadruil

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  3. Qué frescura maravillosa, y esa manera sencilla y directa de ir al corazón de las palabras.

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  4. Sí, tengo que reconocer que soy una fresca :)

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