Cruzaba el bastidor a punto
de convertirse en tijeras.
La luz del ventanal se le pegó al vestido,
transparentándolo,
mostrando un esqueleto de mimbre
que nadie debería haber visto.
Corrió a sentarse en la oscuridad.
Quiso morderse las uñas,
pero diez dedales de cloroformo
se lo impedían.
Se encogió hasta creer tener
el tamaño de una puntada
y se durmió profundamente,
comenzando por las yemas de los dedos.
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