Ese sonido como de flauta con frenillo no proviene de la tienda de animales, sino de mi barriga. Entré en la tienda para mirar, me compró barata un mosquito, me lo comí, se puso gordo y ahora silba cuando se aburre y me da codazos cuando huele a coñac.
Si no se royeran tanto los huesos de cereza, ya habrían brotado en la calle de atrás más de treinta cerezos por centímetro cuadrado, y al mediodía se descansaría. Pero me tengo que conformar con la tundra en el pasillo, con esta selva hasta las rodillas en la que no se me permite enterrar un acordeón al que no haya amortajado antes envolviéndolo en un mono naranja y chispeante. No importa, porque toda eternidad es pasajera y, además, no siempre me apetece inhumar acordeones (no puedo decir lo mismo de los mosquitos).
Como hoy es día par, late mi corazón. Lo hará hasta el anochecer, momento en que correrá a juntarse con los tambores. Y yo, intentando reconocer su voz entre otras percusiones, me dormiré abrazada a un listado provisional de afectados por la vida. Luego, al despertar en non, seguirá en su sitio aunque invisible. Con un electroshock le haré salir de su escondite, al norte del mosquito y al principio de un hueso de cereza.
La bengala que llevo clavada en la yugular no me la voy a quitar porque por la noche me gusta abrir los ojos y encontrarme el cuarto lleno de lanchas que me invitan a coñac para reanimarme.