Era el cumpleaños de mamá. El ramo de rosas rojas se lo regalamos nosotros. Bueno, lo compró papá, pero la intención del regalo provenía de todos. Era la época en que la intención valía más que el dinero, y más que ahora, que no sabemos invertirla, ni cómo, ni cuándo.
El niño de la derecha, el más alto, es Manolo. Siempre sale serio. Y no es que no sonriera, es que lo hacía para dentro. A su lado, el que se estira la boca con los dedos y saca la lengua es Rafa. Mamá se llevó un disgusto tremendo cuando vio cómo había posado para la foto. No era la primera vez que lo hacía, pero en aquella ocasión, no sé por qué, le afectó demasiado. Ésa soy yo, la que está a la izquierda. La niña despeinada con el vestido lleno de barro y las rodillas negras. Mamá me apretaba la mano con fuerza para que no me escapara. Por eso y porque llevaba tres días castigada por comer hormigas, tengo cara de estar a punto de echarme a llorar. El bebé que sostiene mamá contra su pecho es Inma, nuestra muñeca preferida... Dormía como las cerezas, roja y arrugada.
Papá rodea a mamá con el brazo mientras le dice algo. Existió ese momento.
Mi tía Pilar, haciendo aspavientos con una mano al otro lado de la cámara, nos pedía que sonriéramos y no nos moviéramos tanto. Hoy el cáncer le hace fotos a ella. Y ella sonríe, muy quieta.
El perro no era nuestro. Fue un espontáneo. Pertenecía al hombre azul cuyo rostro sale partido por la mitad ahí, en esa esquina, mirándonos. Él no es de la familia. Parece triste...