De pronto, recuerdo que no
existo.
Y si no existo, no tengo
brazos.
Y si no tengo brazos, no
puedo ser una barca.
Por no tener, no tengo
inquietudes
ni interés por la
ubicación de los extintores
ni obligación de regar los
geranios radioactivos
ni miedo a que el secador
me explote en la cabeza
ni manías sentimentales,
ni actitudes refractarias.
Y, sobre todo, no tengo…
que madrugar.
A mí me mató un cubito de
hielo
a las cinco y veinte
aproximadamente.
Yazgo enterrada debajo del
ánfora,
en una oscuridad de
cerámica.
Desde que no existo,
no soy tan desgraciada.
De Esta dichosa ansiedad doméstica