En la calle de detrás del ruido
se encuentra el hotel con vistas al trance.
El recepcionista es un niño monosilábico
que sabe callarse perfectamente en francés
y que cambia a diario los números de las puertas
(por eso no es posible pasar
más de dos noches en la misma habitación).
Un domador se encarga de alimentar a la alfombra:
con una mano le arroja cubetas de pasos crudos
y con la otra empuña un látigo para mantenerla a raya.
Son ya clásicos detalles tan estúpidos como
laúdes y diales muertos a la hora del lunch,
flores de tela sordomuda en el hall
y los célebres jabones de cloroformo de 10 kilos,
cuyo fin es fortalecer los bíceps de los huéspedes
que se lavan la cara, manchada de sueños,
antes de dormirse de nuevo.
Se sabe de ellos a veces, cuando
salen al balcón a desperezar sus voces,
a dejarse golpear por la acústica del extrarradio.
Y es hermoso verles convivir sin asomo de crueldad,
o quizá la haya, pero qué más da, no siendo expresa.