Todo lo que rozaba lo llenaba de pecas y lunares.
Intentaba recordarlo siempre, pero a veces se le olvidaba y cogía el teléfono
para llamar a Tokio, debiendo desistir del intento al contagiarse las teclas,
el auricular, el cable, incluso la voz de la operadora, de un sarpullido
hermoso, sí, pero difícil de manejar por la carnosidad o el tumulto. No podía
arrancar una flor, tocar la flauta, abrazar; aquello que acariciaba se
confundía con la varicela. El día de su
fusilamiento nacieron cien jaguares. Al extender las palmas contra el
muro a cuyos pies debía deteriorarse del todo, la cal se vio invadida por una
flota de galaxias. Las balas no supieron dónde incrustarse, desaparecido el
objetivo detrás de una tupida acumulación de pigmentos, y se invirtieron por el
efecto boomerang; y por herir, ya que habían sido disparadas. Se fue a vivir a
una barca y se pasaba las noches palpando el cielo.
De A Propósito de los cuerpos.