Los pintores no duermen. Tienen un mecanismo en el pecho
para darse cuerda ellos mismos, y un altavoz en la boca para pedirse los materiales que precisan. Han llegado a las ocho de la mañana, se han
puesto los arneses, han encendido la radio al máximo volumen y se han subido al
andamio. Los pintores hablan y
cantan y se dirigen unos a otros como si estuvieran muy lejos, como si se
necesitaran muy desesperadamente, como si le hablaran a un sordo. No es posible establecer una conexión entre los
pintores y el tiempo. Picar apenas unos metros para enlucir la pared puede
suponer tres horas; quitarse los arreos, dejarlos por medio y subir a la azotea
para almorzar, cincuenta segundos; comerse el bocadillo y beberse por lo menos dos cervezas, noventa minutos. A la hora de la siesta vuelven a la faena. Justo
cuando el resto de trabajadores trata de dormitar y
reponerse de la media jornada transcurrida, los pintores se han subido de nuevo
al andamio. Y se llaman. Y chiflan para pedirse materiales que precisan. Y cantan. Y hablan por sus móviles como si también sus interlocutores estuvieran muy lejos, y también les
necesitaran muy desesperadamente, y no se estuvieran comunicando por móvil,
sino por megáfono, y además con un sordo. Se van y entonces sobreviene el caos: el silencio, un
andamio que cruje cuando el aire se acerca, el suelo que sirve de lecho a
colillas y plásticos, la prepotencia del aguarrás, el espasmo rígido en unos
guantes repudiados hasta el día siguiente, el mimetismo de los rodillos y las
brochas, la ansiedad de las plantas del patio porque sus hojas están
manchadas de pintura y jergas, y claman por su derecho a un escorzo digno.
Cuando los pintores llegan a sus casas, se meten vestidos en la
lavadora y
el más enérgico centrifugado los devuelve adictos al suavizante sólo unas
horas, lo que dure una aproximación al sueño. Porque los pintores no duermen. Y
porque no existe una conexión entre ellos y el tiempo. Por todo eso, pronto serán las ocho.