Tenía los hombros elevados como
montañas. Los brazos, senderos flojos cayendo en pendiente, se balanceaban cuando caminaba deprisa o
hacía viento. Tan cerca le quedaban los hombros de las mejillas que mordían;
los hombros; por aproximación a la mandíbula. Un día de mayo –el cuarenta, para
ser más exactos– se quitó el abrigo, revelando su secreto mejor guardado:
llevaba hombreras. Sin ellas, sus hombros eran dos huesos descalcificados, pero
no los sentía como tales. Los sentía como dos montañas poderosas que vestía con
fundas elevadas. En medio, el cerebro constituía la cumbre más alta, la tercera
montaña, un fenómeno natural, la máxima propensión al derrumbe.
De A propósito de los cuerpos