Dile a
Julieta
que no se
asuste de ver a las hormigas en fila india subiendo por las paredes desde el
jardín hasta su ventana, agrupándose en cada rincón de la cocina y en la periferia
de la mesa del salón, a la hora de la merienda. Que deje de preguntarse qué les
pasa, por qué reniegan de la hierba, de la tierra, del aire y de las raíces
para instalarse en un mínimo apartamento de moqueta, migas de pan y polvo,
aroma a pino químico y tuberías picadas.
Desde que
los ángeles fuman lo hacen a escondidas sobrevolando el jardín, arrojando las
colillas entre los setos. Eso sí, antes apagan los cigarrillos retorciéndolos
en algún teledirigible, en antenas parabólicas, en cometas huérfanas. Y como
los ángeles no son sobrios ni moderados, ni conforman un término medio sino que
tienden a los extremos (cielo/infierno, anochecer/amanecer, verano/invierno,
hombre/hombre), o no fuman porque no recuerdan que fumaban o se fuman
aproximadamente dos cajetillas diarias, con lo cual al jardín lo llamaremos
cenicero repleto.
Dile que los ángeles fuman pero las
hormigas no. Que por eso emigran y suben a su casa. Que no se alarme porque
sean gruesas como iguanas, ni porque se emborrachen con licor de menta. Dile
que deje de matarlas una a una, cuerpo a cuerpo. Que coja su mejor tirachinas.
Que apunte al cielo. Que ahí comenzó todo.
Díselo.
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